domingo, 4 de enero de 2009

Democracia, representación y partidos políticos (Pedro de Vega)

DE VEGA GARCÍA, Pedro
"Democracia, representación y partidos políticos"
En: Pensamiento Constitucional, Año II, N° 2
Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial.
Lima, 1995
Páginas: 11-27

En el meritorio ensayo sobre Esquema de las crisis, señala Ortega y Gasset que en las grandes crisis históricas "no sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa. El hombre se siente en ellas desorientado respecto a sí mismo, dépaysé, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como una tierra incógnita". No me atrevía a juzgar si estas palabras de Ortega y Gasset, escritas en 1933, representaban una exageración notable, o, por el contrario, constituían un feliz diagnóstico para interpretar y comprender la atmósfera espiritual que envolvía los acontecimientos de aquellos años convulsos de la Europa de entreguerras. En cualquier caso, me permito la osadía de recordarlas ahora, en el momento en que nos disponemos a enjuiciar nuestra realidad social y política más inmediata.

Por fortuna o por desgracia, somos testigos de una serie de cambios en el rumbo de la historia de notable envergadura. Asimismo, por un lado, como consecuencia, de la revolución tecnológica y de la mundialización de la economía, a un proceso de cosmopolitización inevitable de la vida política, cultural y social. Queremos o no, en la época de las autopistas de la comunicación, nos vemos todos forzados a convertirnos en ciudadanos del mundo. Por otro lado, sin embargo, contemplamos igualmente, acaso como lógica y comprensible reacción, procesos de descentralización a todos los niveles que permiten hablar ya a algunos teóricos, de una vuelta a la Edad Media. El reciente libro de Alain Minc "Le nouveau Moyen Age" constituye a este respecto todo un símbolo y un magnífico testimonio. Diríase que nos hallamos condenados a desarrollar nuestra existencia en la esquizofrenia de dos utopías antagónicas (la utopía de la cosmopolitización y la utopía del localismo) que terminan generando dos realidades contradictorias y excluyentes: la realidad del uniformismo y la homogeneidad, propia del universalismo, y la realidad de la diferenciación y la diversidad propia del localismo y la refeudalización.

Paralelamente presenciamos, como espectadores de excepción, el singularcataclismo de las grandes concepciones del mundo que hasta hace todavía pocos años sirvieron para organizar política e ideológicamente la convivencia de millones de hombres. La crisis irremediable y definitiva de los países del llamado socialismo real, se ha visto acompañada de la crisis del Tercer Mundo, en el que el colosal fracaso del proceso de descolonización permite seguir hablando de él, como lo hiciera Fanon, hace ya cuarenta años, como el mundo de los "Condenados de la Tierra". Lo que significa que si la utopía socialista ha fracasado, la vieja utopía liberal, por mucho que se empeñen los Hayeck, Freedman, Kristal o Fukuyama, tampoco nos ha redimido.

Es en estas circunstancias en las que, como acabo de indicar, me permito apelar a las palabras de Ortega y Gasset y hablar de una situación generalizada de crisis. Máxime cuando es él mismo quien, nos recuerda que en esos momentos difíciles en los que no sabemos lo que nos pasa, el tomar conciencia de la situación real, es justamente la primera providencia y el mejor síntoma de que comenzamos a estar en disposición de poder orientarnos intelectualmente con solvencia.

No es mi intención, por supuesto, ahora, incurrir en el tradicional y castizo vicio hispano de ofrecer diagnósticos definitivos y soluciones de urgencia a una problemática de abigarrada complejidad. En el vasto campo de las ciencias sociales se ha producido en demasiadas ocasiones el improcedente fenómeno de simplificar lo complejo, y desde ese inadecuado proceso de simplificación, falsificación y enmascaramiento de la realidad, ofrecer remedios y soluciones arbitrarias. Es lo que caracterizó nuestra cultura política del barroco, donde aparecieron aquellas
singulares figuras de los arbitristas, que convirtieron la literatura política en una literatura aúlica de consejos de príncipes y de recetarios de grandeza. Sinceramente entiendo que nos debemos olvidar en estos momentos de los Rivadeneira, los Mártir Rizo, los Guevara, los licenciados Navarrete, los Juan de Marina, los Barbosa, los Garau y tantos más, a pesar de su inteligencia y su ingenio indiscutibles, aunque sólo fuera porque sus planteamientos son los que inconscientemente reproducen a diario periodistas y comentarios políticos actuales con vocación de redentores.


Ahora bien, el hecho de evitar incurrir en el error de simplificar arbitrariamente lo complejo no debe conducirnos al disparate contrario de complicar improcedentemente lo simple. Lo cual, fue también un hecho característico del barroco y que, con unos u otros matices, se perpetúa en nuestra conciencia nacional. No en vano la comedia de enredo es la aportación más significativa de laliteratura del Siglo de Oro, y la doctrina de la mortal del caso, el criterio definidor de la ética nacional que, para bien o para mal, sigue presidiendo la conducta de muchos de nuestros políticos.

Precisamente porque no se trata y porque no quiero simplificar lo complejo y porque tampoco es mi deseo complicar injustamente lo simple, voy a limitarme en esta exposición a suscitar una serie de cuestiones sobre la incidencia que ese conjunto de transformaciones de nuestro mundo histórico determinan en los conceptos de representación y legitimidad democrática que vamos a dicutir a lo largo del Congreso.

Ante todo, acaso se haga necesario comenzar mi intervención haciendo referencia a una cuestión que bien pudiéramos calificar de metodológica. No se me oculta que las palabras legitimidad y legitimación, cobran significados diferentes según los contextos y el uso que de las mismas realizan los filósofos políticos y los politicólogos. Aunque no sea ésta la ocasión de entrar en la discusión del significado y el contenido de la palabra legitimidad, sí quisiera cuando menos expresar el alcance que yo pretendo concederle. Decía ya Stuart Mill, en su System of Logic que "el significado de una palabra bien puede ser aquel que conlleva una común aceptación o aquel que el escritor o el orador intenta darle". Anticipaba de este modo el gran liberal inglés, la distinción llevada a cabo por los modernos filósofos del lenguaje entre definiciones estipulativas y definiciones lexicográficas. Por definiciones estipulativas, dirá por ejemplo Robinson, entenderemos aquellas en las que el autor asigna un contenido y un significado deliberado y concreto a lo que intenta definir. Por el contrario, las definiciones lexicográficas recogen el significado general y comúnmente aceptado de las palabras o de los conceptos.

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